Es el año 587 a.C., y Jerusalén, la capital del reino de Judá, se encuentra en ruinas. Conquistada por Nabucodonosor II, el poderoso rey de Babilonia, la ciudad sagrada para el pueblo judío enfrenta una devastación sin precedentes. Este acontecimiento no solo transformará la historia de los judíos, sino que marcará uno de los episodios más impactantes de la antigüedad.
ANTECEDENTES
Año 1300 a.C aproximadamente, Moisés lidera al pueblo judío fuera de Egipto en búsqueda liberándose así del dominio egipcio y poniendo rumbo a la "tierra prometida", geográficamente siendo esta la que acapara hoy principalmente Israel, Jordania, Palestina, Líbano y parte del Sinaí egipcio. Es en este punto de la historia donde aparecen las primeras inscripciones que relatan la construcción del tabernáculo en el cual el pueblo judío guardará el arca de la alianza, elemento que se volverá el más sagrado para el judaísmo
Hacia el año 1200 a.C., aproximadamente, el pueblo judío inició la conquista de Canaán, una campaña liderada por Josué, sucesor de Moisés. Esta conquista se prolongó durante varios años, tras los cuales las doce tribus de Israel se repartieron el territorio conquistado, marcando el comienzo de una nueva etapa en la historia de su pueblo.
En el año 1020 a.C., se instauró la monarquía en Israel, comenzando con el reinado de Saúl, quien gobernó entre 1020 a.C. y 1000 a.C. Durante su mandato, Saúl sostuvo una guerra continua contra los filisteos, consolidó el poder monárquico y tuvo tensos conflictos con el profeta Samuel. Tras su muerte, ascendió al trono David, quien reinó entre 1000 a.C. y 961 a.C. David es recordado como uno de los reyes más aclamados por el pueblo judío. Durante su gobierno, conquistó Jerusalén, convirtiéndola en la capital del reino y el centro religioso del judaísmo. Con él comenzó la dinastía davídica.
Rey David
A la muerte de David, lo sucedió su hijo Salomón, quien gobernó desde 961 a.C. hasta 922 a.C. Salomón pasó a la historia por dos grandes logros. El primero fue la construcción del Primer Templo en Jerusalén, que albergó el Arca de la Alianza y se convirtió en el lugar más sagrado del judaísmo. Sin embargo, su reinado también se caracterizó por la creciente opresión y las prácticas de idolatría, lo que generó disputas cada vez más profundas entre las tribus de Israel.
Construcción del templo de Jerusalén
En el año 922 a.C., estas tensiones culminaron en una rebelión de las tribus del norte contra las del sur, resultando en una exitosa secesión de las tribus del norte. Esto marcó el inicio de dos reinos: el Reino de Israel, con capital en Samaria, y el Reino de Judá, con capital en Jerusalén. En este último, la dinastía davídica continuó ocupando el trono.
La división del reino marcó el inicio de una nueva era caracterizada por constantes guerras entre el Reino de Judá y el Reino de Israel. Estos conflictos debilitaron progresivamente a ambos reinos, dejándolos vulnerables ante amenazas externas. Esta fragilidad se hizo evidente en el año 722 a.C., cuando el Imperio Asirio, aprovechando la debilitada situación del Reino de Israel, lanzó un ataque que resultó en su conquista y la desaparición del reino.
En este periodo, Oriente Medio atravesaba una época de grandes cambios, con potencias como los asirios, los babilonios y los egipcios compitiendo por el control de la región. En medio de esta pugna, el pequeño Reino de Judá quedó expuesto a las luchas de poder. A medida que los babilonios expandían su dominio y derrotaban a los asirios y egipcios, Judá pasó a formar parte de la esfera de influencia babilónica, convirtiéndose finalmente en un reino vasallo de esta potencia emergente.
Vasallaje del reino de Judá a Babilonia
A pesar del vasallaje, los reyes de Judá intentaron mantener cierta autonomía política y buscaron liberarse del control babilónico. Fue así que, en el año 597 a.C., durante el reinado de Joaquín, se inició una rebelión contra Babilonia. Al enterarse de esta insurrección, Nabucodonosor II, rey de Babilonia, reunió un ejército y marchó hacia Jerusalén.
A su llegada, las tropas babilónicas rodearon la ciudad e iniciaron un asedio que culminó con la rendición de Jerusalén. Como resultado, Joaquín abdicó al trono y fue enviado al exilio en Babilonia. La ciudad fue saqueada, y Nabucodonosor nombró a Sedecías como el nuevo rey de Judá, consolidando así el control babilónico sobre el reino.
Rey Joaquín
Durante ocho años, reinó la paz. Sedecías, en un principio, fue completamente fiel a Babilonia. Sin embargo, con el paso del tiempo y a medida que el reino se recuperaba de la invasión anterior, comenzó a crecer un ambiente de revancha. La población, impulsada por un nacionalismo creciente y el deseo de venganza, empezó a oponerse al dominio babilónico. En la corte, los nobles y los religiosos presionaban a Sedecías para que se revelara una vez más contra Babilonia.
Rey Sedecías de Judá
Las conversaciones en la corte se vieron alimentadas por las promesas de apoyo militar por parte de Egipto a Judá, en caso de que este se levantara contra el imperio babilónico. Egipto veía la oportunidad de debilitar a su rival regional, lo que influyó en las decisiones del reino. Todo esto, sumado a la indecisión de Sedecías, su falta de liderazgo político y su escasa comprensión estratégica, llevó a que, en el año 589 a.C., decidiera finalmente rebelarse contra Babilonia.
Cuando la noticia de la rebelión de Sedecías llegó a Babilonia, Nabucodonosor II respondió enérgicamente. A diferencia de lo sucedido ocho años antes, esta vez decidió no solo sofocar la rebelión, sino también poner fin a la existencia del Reino de Judá. Para ello, movilizó un gran ejército y marchó hacia Judá y su capital, Jerusalén.
Rey Nabucodonosor II de Babilonia
Por su parte, Sedecías y su liderazgo militar mostraron una preocupante falta de cohesión y organización. Esta desunión en los mandos forzó al reino a adoptar una postura completamente defensiva, dejando a Judá en una posición de evidente desventaja frente al poderío babilónico.
A su llegada a Judá, Nabucodonosor II inició una meticulosa campaña de conquista, avanzando primero sobre aldeas y pequeñas poblaciones del reino. Según lo descrito por Jeremías (34:7), el ejército babilónico se encontró con las ciudades de Laquis y Azeca, que representaban los últimos bastiones defensivos antes de Jerusalén. Estas ciudades eran estratégicamente importantes, ya que su control aseguraba el avance hacia la capital.
Nabucodonosor procedió a asediarlas, desplegando toda su fuerza militar para garantizar su caída. Una vez conquistadas, el camino hacia Jerusalén quedó despejado, permitiendo al rey babilonio y a su ejército marchar directamente hacia la capital del reino.
Las fuerzas de Nabucodonosor II a su aproximación a Jerusalén sumaban una fuerza aproximada de 20.000 soldados que se distribuían entre unidades de arqueros, caballería, carros de combate e infantería, siendo posiblemente alrededor de 14.000 soldados de infantería, 2.000 arqueros y alrededor de 4.000 jinetes y carros de combate.
Por su lado Sedecías consiente del avance babilónico en las semanas previas había empezado a acumular armas, comida, agua, equipos, material para reparar las murallas y reunir la mayor cantidad de fuerzas que pudiese, logrando acumular una fuerza de alrededor de 10.000 soldados, siendo casi en su totalidad alrededor de 9.800 infantes y arqueros junto a unos 200 jinetes.
En el invierno del año 589 a.C., Nabucodonosor II llegó a Jerusalén y planteó su estrategia de batalla. Optó por emplear el método tradicional de asedio, diseñando un plan meticuloso para garantizar el éxito. Ordenó establecer un perímetro alrededor de la ciudad con el objetivo de rodearla por completo, cortando así cualquier ruta de escape o suministro.
Además, Nabucodonosor instruyó la creación de un segundo perímetro defensivo externo, donde sus tropas patrullaran constantemente para detectar y neutralizar cualquier contingente que pudiera intentar acercarse para auxiliar a la ciudad.
De manera simultánea, inició la construcción de equipos de asedio indispensables para las futuras fases de ataque. Entre estos se incluían escaleras, torres de asedio y arietes, herramientas clave para los asaltos planeados por el rey babilonio en su campaña contra Jerusalén.
Por su parte, Sedecías y sus mandos, conscientes de su inferioridad numérica y de capacidades frente a los babilonios, decidieron adoptar una estrategia de desgaste. Confiando en los recursos acumulados dentro de Jerusalén, planearon prolongar el asedio tanto como fuera posible.
El objetivo era forzar a las tropas babilónicas a enfrentar múltiples adversidades: dificultades para reabastecerse adecuadamente, el impacto de las enfermedades típicas de una campaña prolongada, la disminución de la moral de combate con el paso del tiempo, y los elevados costos económicos que implicaría mantener el sitio. Con esta estrategia, esperaban que Nabucodonosor II se viera obligado a abandonar la campaña y levantar el asedio.
LA BATALLA
En enero del 588 a.C el cerco termina de establecerse sobre la ciudad lo que da inicio formal al asedio de Jerusalén. Tras unas semanas de inactividad y buscando una victoria rápida y decisiva Nabucodonosor II aprovechando las habilidades del ejército babilónico para los asedios inicia una fase cruenta de asaltos contra las murallas de la ciudad buscando penetrar en las mismas pero estos asaltos son doblegados por las tropas de Judá las cuales a su aproximación van atacándolos con flechas debilitando la fuerza asaltante la cual al llegar a las murallas agotada y debilitada tenía que enfrentarse a unas tropas frescas que esperaban para combatir cuerpo a cuerpo, esto hizo que los asaltos no tuviesen éxito.
Ante el fracaso inicial de los asaltos y la imposibilidad de concluir rápidamente el asedio, Nabucodonosor II decidió adaptarse a la situación y aceptar la estrategia de los habitantes de Jerusalén, preparándose para un asedio prolongado. Las semanas pasaron sin cambios significativos, con las fuerzas enfrentadas estancadas, hasta que llegó una noticia alarmante al campamento babilónico: un ejército proveniente de Egipto avanzaba con destino a Jerusalén.
La reacción de Nabucodonosor II fue inmediata. Decidió dejar un pequeño contingente encargado de continuar el asedio, lo que debilitó la intensidad del cerco. Esto permitió que los defensores de la ciudad encontraran algunos puntos débiles por los cuales podían recibir suministros y obtener nuevas raciones. Sin embargo, Nabucodonosor consideró que este precio era aceptable, ya que percibía al ejército egipcio como la verdadera amenaza y lo veía como una prioridad a neutralizar.
Tras reunir el grueso de su ejército, Nabucodonosor II marchó hacia el sur, donde se enfrentó a las tropas egipcias y las derrotó. Con esta victoria, regresó rápidamente a Jerusalén, donde reforzó aún más el cerco. Sin embargo, esta vez las esperanzas de los defensores de la ciudad comenzaron a decaer.
Las malas noticias llegaron rápidamente: una fuerza de auxilio enviada desde Egipto había sido derrotada, lo que dejaba a los habitantes de Jerusalén completamente aislados, sin apoyo externo. De esta manera, se encontraron solos frente a la amenaza imparable de Nabucodonosor II.
Entre el otoño del 588 a.C. y la primavera del 587 a.C., la situación para las tropas asediadas en Jerusalén comenzó a volverse crítica. La escasez de alimentos y agua se agravó, ya que, aunque la ciudad contaba con túneles que traían agua desde fuentes distantes, estos no eran suficientes para abastecer adecuadamente a toda la población. Las consecuencias inmediatas fueron el inicio de una grave desnutrición entre los habitantes, que se vieron obligados a racionar los alimentos, priorizando a las tropas, lo que a su vez deterioró la moral de los civiles.
Mientras tanto, el ejército babilonio controlaba el campo circundante, así como las aldeas cercanas a la ciudad. Esto le permitió mantener un flujo constante de suministros, incluyendo alimentos y agua, para sus tropas, consolidando aún más su ventaja en el asedio.
Con el paso de las semanas, la crisis alimentaria en Jerusalén se agudizó cada vez más, hasta que comenzó a cobrarse la vida de sus habitantes. Desesperados por el hambre, algunos recurrieron a actos de canibalismo en un intento por sobrevivir un poco más. Mientras tanto, las tropas, a pesar de los racionamientos, empezaron a sufrir los efectos de la inanición, lo que minó aún más su capacidad de resistencia.
Es en esta crítica situación que llegamos al verano del 587 a.C., específicamente al "cuarto mes del undécimo año del reinado de Sedecías", según Jeremías 39:2, lo que corresponde aproximadamente a julio de 587 a.C. Aunque no se conoce la fecha exacta, se sabe que en este mes Nabucodonosor II ordenó un gran asalto en un intento por crear un nuevo punto de ruptura en las defensas de la ciudad.
Aunque no se conserva información precisa sobre la hora, el día o los equipos de asedio utilizados, se sabe que el asalto tuvo éxito, resultando en la apertura de una brecha en uno de los muros de la ciudad. Según Jeremías 39:3, esta brecha se produjo cerca de "la puerta del medio", lo que, según historiadores modernos, se ubicaría al norte-noreste de la ciudad, cerca del templo de Salomón.
Con la brecha abierta, Nabucodonosor II ordenó un ataque general contra la ciudad. Las tropas babilónicas se formaron rápidamente y comenzaron a aproximarse a Jerusalén. Mientras tanto, los agotados soldados jerosolimitanos corrieron hacia la brecha, organizándose para intentar repeler el ataque.
El choque entre ambos bandos fue inevitable. Cuando se produjo, la lucha fue encarnizada. Los babilonios presionaban fuertemente para obligar a los hebreos a retroceder, lo que les permitiría ganar libertad de movimiento y, de esta manera, superar el contingente defensivo. Por su parte, los defensores judíos luchaban con todas sus fuerzas para evitar cualquier penetración en la ciudad, intentando no solo mantener su posición, sino también empujar a los babilonios fuera de la brecha y preservar la defensa de Jerusalén.
A pesar de la feroz resistencia de los defensores hebreos, la experiencia y disciplina de las tropas babilónicas comenzaron a marcar la diferencia. Gradualmente, los babilonios lograron empujar a sus enemigos hacia el interior de la ciudad. En ese momento, aprovecharon su superioridad táctica para rodear a las tropas jerosolimitanas y penetrar aún más en Jerusalén.
Esta maniobra provocó la ruptura de la cohesión de la línea defensiva establecida en la brecha. Ante la presión y el avance imparable de los babilonios, las fuerzas hebreas se vieron obligadas a dispersarse hacia otros puntos defensivos de la ciudad, dejando la brecha bajo el control del enemigo.
En este punto surgió un problema significativo para las tropas hebreas. La falta de disciplina, combinada con las limitaciones tecnológicas y logísticas de la época, complicó enormemente las comunicaciones entre las distintas unidades. Cuando el orden de batalla se rompió, la coordinación de los ataques y las acciones defensivas quedó severamente afectada.
Aprovechando esta desorganización, las tropas babilónicas, con su experiencia en tácticas de asedio y combate urbano, comenzaron a crear cercos dentro de la propia ciudad. Estos cercos aislaban a las unidades jerosolimitanas, impidiéndoles reagruparse o coordinar una defensa efectiva. Este aislamiento debilitó de manera considerable la capacidad de resistencia de los defensores y aceleró el colapso de la defensa general de Jerusalén.
La consecuencia inmediata de la presión babilónica fue que, al continuar atacando y reduciendo las bolsas de resistencia dentro de la ciudad, la defensa de Jerusalén colapsó por completo.
En el palacio real, Sedecías observaba cómo todo llegaba a su fin. Consciente de que Nabucodonosor II buscaba convertirlo en un ejemplo para los demás reinos, decidió intentar escapar. Reunió un pequeño séquito y huyó por una ruta hacia Arabá, una región ubicada entre el valle del Jordán y el mar Muerto.
Sedecías logró salir de la ciudad y avanzar entre 25 y 30 kilómetros, adentrándose en la llanura de Jericó. Sin embargo, en este punto, una fuerza de caballería babilónica los alcanzó. Aunque intentaron resistir, el enfrentamiento fue breve, y Sedecías, junto con su séquito, se rindió ante los babilonios.
La noticia de la captura del rey de Judá se propagó rápidamente hasta Jerusalén, lo que terminó por desmoralizar por completo a los últimos focos de resistencia. Con ello, la batalla llegó a su fin, dando paso a un saqueo brutal y una masacre indiscriminada contra la población de la ciudad.
Miles de personas fueron asesinadas, mientras las tropas babilónicas destruían gran parte de Jerusalén, arrasando con viviendas, edificios y estructuras clave. Este evento marcó no solo la caída definitiva de la ciudad, sino también el fin del reino de Judá como entidad política independiente.
CONSECUENCIAS
La caída de Jerusalén marcó un antes y un después en la historia del pueblo judío. La primera consecuencia inmediata fue el saqueo y la destrucción de la ciudad, siendo especialmente destacable la demolición del primer templo de Salomón, símbolo central de la fe y la identidad judía, y del palacio real. La segunda consecuencia inmediata fue el fin de la dinastía davídica y del reino de Judá, que dejó de existir como entidad independiente y pasó a convertirse en una provincia del imperio babilónico.
Sedecías, el último rey de Judá, fue enviado al norte de Siria, donde enfrentó un destino trágico. Allí fue obligado a presenciar la ejecución de sus hijos, un acto que buscaba eliminar cualquier posible línea de sucesión y simbolizar el fin definitivo de la dinastía. Tras este lúgubre evento, Sedecías fue cegado y llevado como prisionero a Babilonia, donde viviría el resto de sus días en cautiverio.
Un hecho de gran trascendencia para la historia del judaísmo, y que también tendría repercusiones en el cristianismo y el islam, fue lo que Nabucodonosor II hizo con los sobrevivientes de Jerusalén. El emperador babilónico, decidido a convertir a Jerusalén y su gente en un ejemplo para el resto de las provincias y reinos vasallos de su imperio, tomó medidas drásticas tras la destrucción y el saqueo de la ciudad.
Ordenó que una gran cantidad de los habitantes sobrevivientes fueran encadenados y enviados con él y su ejército de regreso a Babilonia. Este suceso marcó el inicio del exilio babilónico, un periodo profundamente traumático que quedó grabado en la memoria colectiva del pueblo judío. En el cristianismo, este evento se recoge en el Libro de las Lamentaciones, que refleja el dolor, la pérdida y el anhelo de redención tras la caída de Jerusalén.
La pérdida de sus dirigentes y la fragmentación social, provocada por el exilio forzado de los sobrevivientes, generaron una grave crisis de cohesión social y liderazgo político en el pueblo judío. Esta situación dejó a la comunidad desorientada y vulnerable, exacerbando el impacto de la caída de Jerusalén.
El temor a nuevas represalias por parte de Babilonia llevó a que muchos de los sobrevivientes optaran por huir hacia Egipto en busca de refugio. Este éxodo adicional profundizó la dispersión del pueblo judío, marcando otro capítulo doloroso en su historia y ampliando las consecuencias del exilio babilónico.
A largo plazo, este éxodo fomentó la construcción de sinagogas, espacios donde los judíos comenzaron a reunirse para orar y realizar actividades comunitarias. Estas sinagogas no solo se convirtieron en centros religiosos, sino también en núcleos de reconstrucción cultural e identitaria. La nueva identidad del pueblo judío surgía del dolor y la tragedia de la destrucción de Jerusalén y el exilio, dando lugar a una transformación profunda en su forma de entender su fe y su comunidad.
Imagen de una sinagoga
Con el paso de los siglos, esta experiencia colectiva de pérdida y resiliencia alimentó una esperanza duradera: la llegada de un Mesías. Este líder prometido sería quien guiaría al pueblo judío, restauraría Israel a su antiguo apogeo y devolvería la gloria de tiempos pasados. Esta esperanza mesiánica se convirtió en un eje central del judaísmo, reflejando tanto la fortaleza como la fe del pueblo en medio de la adversidad.

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